1 de mayo de 2013

Ciento Sesenta

No sé que podría tener de especial este día, me levanté temprano como todos los días en el último mes. Me levanté temprano y con sueño, debo aclarar, dado que jamás fui ave de la mañana, mis hermanas lechuzas comienzan a no dejarme la cena de todas las noches dada mi falta de compañía. Pero además de mi exilio nocturno familiar, todo sigue la misma rutina de siempre. Fui a trabajar, me senté en el mismo sillón negro de todos los días y me puse a responder correos electrónicos en inglés. Como todos los días. 

Desde media mañana comencé a recibir sus mensajes. Se nos ha vuelto costumbre. Hablamos de todo, de los planes para la noche, de si voy a poder estar, de si me va a recoger en la parada de bus. Si tiene ganas de verme. Creo que siempre tiene ganas de verme. Eso es bueno. 

Yo también siempre tengo ganas de verlo. 

Sé que antes no era así. De hecho creo que podría decir sin mentiras que he dejado de verlo más de un año. Y sin enviarle esos mensajes que ahora parecen ser la energía del día. El café santo de todas las mañanas. 

Ya les digo, este no tendría que haber sido ningún día especial. 
Pero lo fue. 

A medida que pasaron las horas y mi crédito amenazaba con acabarse, comencé a meditar las palabras de una amiga. Quizá si fuera verdad que este mensajero diario comenzaba a interesarme de otra forma, sobre todo si me ponía a pensar lo impaciente que estaba cuando el mensaje llegaba siete minutos después y no los cinco minutos a los que agónicamente me habían acostumbrado. 

“Es mucho que arriesgar”, pensaba cada vez que la idea, temblorosa, asomaba por mi mente. Una amistad de años, una confidencia inigualable, confusiones, explicaciones y lo peor del caso, no tener la más mínima idea de cómo abordar el tema. Mi moribundo crédito apelaba a la valentía que se me había escondido y mis miedos estaban aterrados con lo que quizá sucedería. 

Entonces, escribí. Le pedí a mis dedos que dejaran de temblar, lo cierto es que hacían muy difícil la digitación de lo que intentaba torpemente decir. Y quería decir mucho, porque era mucho lo que tenía dentro, pero quería decir poco para no confundirlo más con toda la palabrería que intentaba encerrar en ciento sesenta caracteres. ¿Por qué son ciento sesenta? Deberían ser más, es injusto para las personas que como yo, necesitamos expresarnos y contamos con un último mensaje de texto. ¡Crueldad Corporativa! 

Le pedía en mi mensaje que entendiera mi situación, la disculpara y se olvidara del tema. Pero la que se olvidó de algo importante fui yo, él es más terco que yo. Así que de olvidarse, nada. 

Desde ese instante el día dejó de ser día para convertirse en una jaula donde yo resultaba una gigante atrapada. De tanto caminar había creado surcos en el suelo de madera, de tanto pensar mí sinapsis se había visto reducida en el cuarenta y cinco por cierto de su capacidad habitual y de tanto analizar, por alguna extraña razón, multiplicara, restara, dividiera o sumara, uno más uno me daba uno. 

El tiempo seguía corriendo y yo quería seguir parada, quieta, en silencio. No sabía que decirle, todo lo que tenía en la mente era que odiaba su terquedad y que necesitaba con carácter de urgencia una caja de chocolates. Luego divagaba, me perdía en cualquier detalle y perdía el enfoque de lo que debía hacer. 

Siempre me sucede, cuando tengo que tocar temas importante doy más vueltas que un trompo y al final me doy cuenta. Cuando se agotó el tiempo, cuando ya no tengo tiempo para argumentar absolutamente nada más a todo lo que sucedía. 

Como ahora. ¡Lo dije! 

Mi mente seguía clara en una sola cosa. Lo único recomendable para solucionar lo que me estaba pasando era dejarlo ser e ignorarlo. Ahora tenía que convencerlo también a él. Otra cosa que me tenía frenética es que no había recibido más comunicación de su parte hacía muchísimo más de siete minutos. Me preguntaba cada tres segundos si él se iba a portar como tonto y me diría que yo también era una. Quizá así la ilusión y el gusto se fueran por un caño 

Pero no soy tan simple, y no sé si eso sea bueno en este preciso momento de mi vida que se siente tan crucial. No debería sentirme así, tampoco es que sea el primer chico que me gusta ni el último, seguramente el siguiente mes será alguien más, eso sí suele ser cotidiano en mí. Aún sabiendo todo eso, no dejo de estar nerviosa, ni dejo de mirar la pantallita de mi celular esperando alguna buena nueva. 

Nada. 

Más de doce minutos y nada. ¿Será que simplemente no piensa contestar? Es que si estuviera frente a mí seguramente entrecerraría los ojos y frunciría los labios mirándolo. ¡Odioso! 

Cinco vueltas más al perímetro de la oficina y dos mojadas de cabello más tarde, la pantalla de mi celular se encendió anunciando la llegada de un mensaje nuevo. Sé que es de él. Sé que podría ser cualquiera de los trescientos sesenta y siete contactos que tengo en la agenda, pero sé que es de él. 

Y se supone que esta sea la parte donde abro el celular y miro que se le ocurrió responderme, pero usé lo poco que tenía de valor para enviarle el primer mensaje en primer lugar, así que de mirar, nada. Al menos he logrado dejar la excavación en el suelo de madera de la oficina. Debería alguien sentirse orgulloso de mí. 

Tengo una rara manía que consiste en inflar mis mejillas cuando no obtengo lo que quiero, pido y a veces incluso exijo. Esta es una de esas ocasiones, porque lejos de hacerme caso e ignorar lo que específicamente le pedí q ignorara, quiere que hablemos del mensaje. Y, ¿saben qué? 
No quiero. 

Y no es simple capricho, o sea, no es que no quiera hablar porque simplemente no quiero hablar, es que no quiero hablar porque no hay nada que hablar y hablarlo sólo me causaría un gran decepción que de todas formas terminará dañando la amistad a la que tanto que aferro. Así que no quiero. 

¿Por qué contestó en primer lugar? Pudo hacerme caso desde el comienzo e ignorarlo. Eso estuvo haciendo porque tengo doce minutos y más que comprueban que me andaba ignorando. Y ni siquiera le puedo contestar porque pues, se me terminó de agotar el saldo. 

Si resulta que si le gusto, seguramente a la tonta mente mía se le ocurrirá dejar de impresionarme con él a los diez días, cortaré y seré sólo una rata más que se cruzó en su camino, y de amistad ni hablar. 

Si resulta que no le gusto, me dolerá el orgullo, me encapricharé más y andaré buscando formas para que caiga en mis graciosas uñitas y luego volveremos a la teoría de lo que sucederá cuando le guste. 

No debí enviar ese mensaje de texto, no debí sentirme valiente por tres segundos y luego pasármela cavando un hoyo en el parqué de mi oficina, no debí pensar que el chiquito se quedaría tranquilo, no debí asumirlo. 

Ni siquiera debí fijarme en él. 

Ahora falta esperar la famosa conversación, sé que hoy no puede porque —gracias a Morgana Le Fay— está ocupado. Si soy un poquito inteligente podría atrasar esta reunión hasta que se olvide del asunto y por primera vez en todo este embrollo, me haga caso. Olvidarnos del tema. 

Claro, está la parte difícil del trato donde no sé exactamente como ignorarlo luego de haber cometido la tontería de coquetearle abiertamente, puedo ser optimista y pensar que no se ha dado cuenta, después de todo, medio despistado es. 

Ignorar lo que siento. 

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